Remembranzas de mi pueblo
18/10/2022
Recordar a nuestros difuntos es una costumbre muy mexicana y en varios lugares de nuestro país, hacen grandes festejos por este motivo. Mi terruño está incluido en este evento de tal relevancia, que dicen los que saben, inicia el 28 de octubre y termina el 03 de noviembre, dedicando cada día a diferente muertito; desde el que vaga solo, el que se fue con hambre, si fue niño o bisabuelo, hasta terminar el último día con los santos difuntos y entonces, comer la calavera.
En mis recuerdos está lo que le decían el Domingo Grande, así conocíamos esta festividad religiosa que se celebra el domingo previo a Todos Santos.
Pues bien, en el Domingo Grande se contemplaba la llegada de muchísima gente que laboraba pa’rriba, llámese Querétaro capital o la mancha urbana del entonces Distrito Federal; personas generalmente de las rancherías o comunidades sanjoaquinenses que podían ser trabajadoras domésticas que venían con sus bendiciones y los presentaban con sus abuelos o bien, personas dedicadas a la albañileada en las grandes urbes. Todos llegaban para Todos Santos.
Los comerciantes del pueblo se preparaban para la gran vendimia; la gente llevaba a sus casas parafinas, veladoras, no sé si incienso, pero sí copal, cohetes (para nosotros cuetes), porque vaya que compraban pólvora y no se la gastaban en infiernitos, seguramente adquirían algún alipús, como el aguardiente que en la zona de Apartadero ya lo producía. En fin, toda la mercadería la cargaban a sus burros para emprender la caminata a sus comunidades de origen: Maravillas, Apartadero, El Aguacate, Azogues o Gatos.
El recuerdo es que ese sábado de compras y vendimias, la cabecera municipal se llenaba de gente y los visitantes pernoctaban, a falta de hoteles o mesones, en los portales de las casas grandes.
Así, ocupaban para irse a dormir la casa de don Luis Camacho, mejor conocida como La Joyita, que por cierto aún conserva en buen estado su portal; también la casa de doña Felicitas Martínez, actual Casa de la Cultura o la casa antigua de don José Ledesma que además en su portal, era la vendimia de frutas y verduras de Los Chulos, comerciantes llegados desde El Palmar, en Cadereyta. También está en mi memoria, el portal de la casa de doña Dolores Martínez, que tenía además corrales donde las bestias de carga, descansaban y se les daba alimento.
Seguramente los costales, suaderos o aparejos de burros y mulas serían lo que usaban aquellas personas para tenderse, además de algún petate y dormir esa noche de preparativos al festejo de fieles difuntos.
Un tiempo, con mi madre, vivimos en la casa mencionada de doña Lola Martínez, con su espectacular fresno y su portal, ahí llegábamos mi primo Gildardo y yo, tras andar de noctámbulos, rindiendo el respectivo culto a Baco.


Para entrar a la casa era una odisea, por la gente tendida en el suelo y tratando de no pisar a alguien, los brincábamos, todos ellos ya acostados y arropados con cobijas o jorongos, siendo factible desde luego y es de entender, que hubiese algún tunante dado a la lascivia y la concupiscencia, que quisiera saciar en el lugar, los rigores de su juventud que le atormentaban, ante la llegada esa noche del ser amado.
Pero eso sí, aquellos, después de mucho tiempo de no verse las caras, entablaban sabrosas pláticas que no dejaban dormir hasta muy entrada la madrugada.
Para el gran día, cada casa colocaba su altar y prendía su veladora. Como es tiempo de cosechas, se recogía de la milpa el producto del esfuerzo del año para ponerlo en el altar; así la ofrenda casi siempre tenía chilacayote o calabaza cocida endulzada con piloncillo, también chayotes cocidos o bien nandas. Las nandas son elotes ralos que quedan en la milpa, se cuecen en la misma tamalera o bote y se les agrega tequesquite, un alimento clásico de la ofrenda. A mí me daba cierto temor comerla, por el destino original y místico que tenía, pero al segundo bocado, se me olvidaba.
Mención aparte merece el maíz fresco. Con él nuestras madres nos hacían mamanshas, pequeñas gorditas de colores, según el tipo de mazorcas que coseches y desgranes; podía ser de maíz negro, blanco o coloradito y sabores de canela o de anís, según yo, en triángulos, redondas o cuadradas.
De su preparación recuerdo que molían en crudo el maíz fresco en el molino manual de la casa, se agregaba manteca con los saborizantes y se ponían a cocer en comal grueso de barro a fuego lento, sin olvidar la arenilla hormiguera sobre el comal de barro para evitar se quemaran.
Esas mamanshas -o mamanxás- las paladeamos con café de olla, de aquel de sobre rojo, de la marca Legal. Hasta a la escuela nos llevábamos de esas galletas de maíz en lugar de la torta de frijoles o de huevo. Eran una delicia que sólo en esa temporada se preparaban.
Estos recuerdos créanme amigos lectores, no son datos de la prehistoria. Dormir en los portales de nuestro pueblo serrano era costumbre todavía de 1980 para atrás.
Cada año, con lluvia o frío característico de la época, me alegra todavía saludar en el camposanto a viejos amigos y parientes con quienes, como aquellas personas de mi relato, no paramos en plática. En ese santo recinto recuerdo al Padre Eusebio y al Padre Alejandro rezando el responso en cada tumba, junto a un coro de dolientes que reiteraban ruega por él.
Mientras Dios nos preste vida, seguiremos venerando y recordando a nuestros difuntos, ya que en San Joaquín, mi pueblo natal provenimos muchos, de un mismo tronco común.
Los saludo con apecio,
J. Rogelio Ledesma Torres

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