Remembranzas de mi pueblo
31/03/2022
Era un jueves de cuaresma cuando mi hermana Rosalinda efectuó un viaje a la capital del estado; yo contaba con siete u ocho años, y lleno de ilusión le encargué una torta de jamón.
En el San Joaquín de aquella época no había cremerías ni lugares de venta de carnes frías. Eran épocas en que se tomaba la cerveza «al tiempo». A lo mejor, alguna de las tiendas grandes ya tendría refrigerador para sus productos, mismo que al cerrar el establecimiento, desconectaban para ahorrar energía eléctrica y al día siguiente procedían al encendido.
Yo había conocido el jamón durante mi estancia en la capital, en casa de la abuela paterna en mis ya lejanos cinco años de edad.
En mi pueblo sólo lo utilizaban en el restaurant «Tio Sansón» que mi prima Elena atendía en la casona patriarcal.
Pues bien, el viaje de mi hermana se realizó sin contratiempos y a su regreso no me llevó mi torta de jamón encargada, me llevó DOS tortas de jamón.
Distaba mucho de ser como la había imaginado, pero cómo no agradecerlo eternamente si me cumplía, mi querida hermana, mi ansiado antojo.
Su arribo lo hizo en el autobús de las veinte horas, así que quince o veinte minutos después llegó a la casa de la crucita y estaba yo festejando, recibiendo mis bocadillos que, ni tardo ni perezoso, empecé a comerlos con singular alegría.
Por la hora que era y mis hermanos chicos ya dormidos, mi progenitora no dió indicaciones de convidar a mis hermanos, por aquello de que se le rompe la hiel, puesto que yacían en brazos de morfeo. Dí fin a la primera torta y al intentar iniciar el rito de desenvolver la segunda, mi madre con voz potente, aunque no brusca que me dice cómo el refrán que yo modifiqué, “guarda para mañana lo que puedas comer hoy“. Así, me fui a dormir; barriga llena corazón contento.
El día después
Al despertar del día siguiente, soleado viernes nos aguardaba, así que hice mis labores matutinas: sacar las gallinas del gallinero y darles uno o dos puños de maíz, llevar los borregos a pastar al potrero y dar de comer a los marranos. Y que regreso a la cocina para engullir el desayuno, antes de ir al Instituto Tepeyac (mi adorada escuela primaria). Busqué desempacar la tan sonada torta de jamón y ahí si, gritó de advertencia y mirada furibunda de mi madre, «¡NI SE TE OCURRA!». Como ya lo comentamos era viernes de vigilia y temeroso de la sotana y del que dirán, no me comí la torta de jamón.
Siguiente día, sábado, con mirada tierna y angelical como premiando la obediencia del día anterior me dice: “Ahora si mi niño, cómase su tortita». De inmediato corro al lugar y haciendo agua la saliva la destapó con mis pequeñas manos, temblorosas por la emoción y adelantando el festín que me daría y oh, sorpresa, el jamón verde, con un olor de podredumbre que me revolvió mi estomago en ayunas. Ni para Dios ni para Luzbel.
Tristeza infinita me embargó; guardé muchos años mi resentimiento. Cuando años después lo pude externar ante la autora de mis días, recriminando el ayuno obligado de aquel viernes “¿qué pecado podía cometer aquella criatura inocente si faltaba al principio cuaresmal de no comer carne?“. Nunca obtuve desde luego, una respuesta satisfactoria a mi plegaria.
Desde entonces vive en mi conciencia, aquel viernes, de aquel año, una cuaresma para olvidar.
J. Rogelio Ledesma Torres

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